EL CARRASPEO
En la madrugada, recién llegado a la esquina del Barrio de la Canela con Cabrera Pinto y después de las últimas cantigas en el Salta Si Puedes (le falta al cielo azul lo que a tus ojooooos, llevaba todavía en la memoria), a Cristóbal le pareció que Calcinas estaba lejos y que La Cuesta se había puesto aquella noche más empinada que nunca.
-Total -se decía para el botón de la camisa- tener que subir y después tener que bajar…
En fin, que en los poyos de la plaza de San Sebastián se quedo un rato echado, hasta la hora de recoger el reparto.
Porque Cristóbal era un hombre serio, con el que se podía contar para despachar en las casas bonitas de la ciudad, caldeadas y soñolientas, el pan nuestro de cada día justo a la hora que se anunciaba el lucero del alba, con el que mantenía un compromiso cotidiano.
En el obrador le preparaban su serón caminero, repleto hasta los tirantes de pan caliente, que se colgaba a la espalda para ir repartiendo, tempranito eso sí, el bendito desayuno de las familias de Pedro Poggio, Pérez Volcán, O´Daly y demás calles de aquel vecindario.
Y aquel día no iba a ser diferente, por mucho que el vendaval de la parranda le tuviera trasnochados los interiores de dentro y el alma, que en mala hora no me la escachen, estuviera en un sin vivir, un sin vivir que no puede ser, no puede ser.
¡Ahí va el hombre!
Ya está, ya se encasquetó Cristóbal su serón de pan y pico para bajar Cabrera Pinto con esos andares dignos y derrengados, los mismos que se llevaron la noche de copas y cantares y que no se dejaron asesinar por la luz incierta de la aurora.
Y tenía que pasar lo que tenía que pasar: justo al cruzar por detrás de la parroquia, cuando el sochantre, que era un barítono tremendo, despachaba con voz profunda el oficio de la misa de alba, el hombre, atraído por el poderoso sonido del órgano y el fluido melisma del canto, dejó el serón en la escalinata, empujó la contrapuerta, que se abrió con un graznido inquietante y contempló, íntimamente maravillado, la luminosa estampa del altar mayor de la Iglesia Matriz, todo oro, plata y luz, precisamente en el momento en que el sacerdote estaba comulgando el cáliz de la sangre incruenta.
El cura, antes de proseguir, se aclaró la voz emitiendo un sonido gutural que, quizá, hizo más rebumbio del que aconseja la discreción.
Entonces, desde la puerta se oyó, nítida y potente, la voz del panadero que le increpaba:
-¡Carraspeas, cabrón!, ¿Por qué no lo rebajaste?
Sobra decir que Cristóbal pagó su semanita de arresto en la pièce de punition invitado por la municipalidad.
Al momento de salir le cayó otra semanita más porque se tropezó en la puerta del calabozo con el Alcalde sancionador y le espetó, tranquilamente:
-¡Ojalá te mueras!